Hace muchos años, cuando mis dos hijos vivían en la casa, dormían en sábanas de algodón egipcio, suaves, deliciosas, con estampados de diseñador. Los vestía con las mejores ropas, de marcas muy caras, que colgaban perfectamente acomodadas en sus closets hechos de nogal. Mi equipo constaba de 6 asistentes para la casa, dos de mantenimiento de áreas comunes y 3 choferes. Todos cooperaban para que nuestro día a día fuera perfecto y fácil. “Todo” fluía. “Todo”.
Teníamos 5 coches último modelo. Dos camionetas grandes para que cupieran los niños, uno sport para divertirnos los fines de semana, otro de mi esposo y uno más para los choferes. Nuestra casa, desde entonces, ha estado ubicada en uno de los mejores conjuntos residenciales de la colonia, diseñada por el arquitecto de moda y construida con los materiales más finos y elegantes. Es realmente, una casa de revista. La casa envidiada por todos.
Yo siempre me he arreglado muy bien. Siempre he podido comprar lo que quiero, a la hora que quiero y dónde quiero. Nunca he tenido límites. Es dinero que genera mi marido, no yo. Dinero que entra sin medida a la cuenta para que yo compre todo lo que necesito. Mis hijos, cuando eran pequeños, tenían absolutamente todos los juguetes que existían. Iban a clases diferentes todas las tardes con los mejores maestros internacionales. Nunca les faltaba nada. Nunca “nos” faltaba nada.
Llevo 30 años siendo una prostituta.
Dedicaba mi tiempo a mi y a mis hijos. Organizaba a los choferes como una excelente directora de orquesta. Casi no me tenía que mover de la casa. Tenía las mejores televisiones, el mejor sistema de sonido y todos los gadgets del momento. Mis hijos iban a la escuela más cara de la ciudad. Los estábamos preparando para ser grandes empresarios con lo mejor de lo mejor para que siempre pudieran cumplir cualquier sueño.
Mi vida era así, totalmente perfecta. Todas me envidiaban. Todas querían tener mi ropa, mis zapatos, mis bolsas, mi casa, mi gente de servicio, mis joyas, mis vacaciones… “mi increíble vida”. Todas querían ser yo. Absolutamente todas, MENOS YO.
Para conservar todo esto, tanta “perfección”, he funcionado como prostituta. Una prostituta muy cara, pero prostituta al fin. En eso me convertí desde los 26 años cuando me casé con el hombre más rico. Cuando me casé con el hombre que me trataría “como reina”. Me casé, según yo, enamorada. Hoy sé que no era amor, era “apantallamiento”. Por su coche, su sonrisa de billetes, sus restaurantes elegantes, su ropa fina y los regalos interminables. Todas me decían que él me daría la vida que yo siempre quise. La vida que toda mujer quisiera. Mi felicidad parecía una garantía.
Los primeros años el dinero seguía comprando mi amor, mi fidelidad. Era feliz sin esperar mucho a cambio. Con los años, su presencia se hizo más escasa. Sus caricias empezaron a desaparecer. Su interés por mí, se extinguió. Llegaron los hijos, una niña primero, luego el niño. No había tiempo para pensar en tonterías de “amor”. Debía enfocarme en sacar adelante a los niños. En ser mamá. Entre nanas y enfermeras, fui madurando, convirtiéndome en madre y mujer. Ya no era la niña que se había casado pensando que el dinero daba amor. Que los billetes comprarían mi felicidad. En ese momento, me hacía falta mucho más que eso. Me sentía sola, triste, desesperada.
Mi esposo estaba totalmente ausente. Estoy segura que tenía otras mujeres. No éramos ya una pareja, lo habíamos dejado de ser muchos años atrás. Pero finalmente, para su comodidad, me seguía teniendo ahí con dinero. Comprándome día a día con toda esta vida que fingía ser felicidad. Estoy segura, que nunca me quiso. Que era la mujer que él necesitaba para decorar y organizar su vida, pero no el amor de su vida. Después de mucho sufrimiento, de esa terrible soledad, entendí lo que llevaba siendo por mucho tiempo… una prostituta. Que estaba ahí, soportando todo eso, año con año, por dinero. Por ese estilo de vida que tiene un precio, y ese precio era mi vida entera.
Aceptaba acostarme con él porque así podía seguir gastando sin sentir culpa. Podía regresar a la casa con 5 pares de zapatos más, sin que me reclamara. Podía comprarle más juguetes a los niños, gastar en tonterías para la casa y comprarme un coche nuevo, sin que él titubeara. Aceptaba salir a cenar y que me ignorara toda la noche con tal de que mis hijos siguieran teniendo todo lo que el dinero les podía comprar. Pero yo ya no sentía nada por él. Ya no lo amaba, ya no lo respetaba, ya no lo añoraba. Lo veía casi como un extraño. Un señor que aparecía en la casa de noche y decía ser mi marido. Una especie de patrocinador con derechos especiales sobre mí.
Así pasaron los años. Así, aceptando que mi matrimonio era un total fracaso pero no podía divorciarme. No podía porque me quedaría sin dinero. Me quedaba sin choferes, sin asistentes, sin casa de 3 pisos, coches, joyas, vestidos, y mucho más. Vendía mi cuerpo, mi sonrisa, mi fidelidad, mi tiempo, a estos billetes que entraban y entraban para mantenerme tranquila. Porque yo no venía de una familia rica. Yo no tuve una infancia como la de mis hijos. En mi casa siempre estuvimos escasos en todo. Siempre fuimos un poco pobres. Un poco sedientos de todo esto que ahora me sobraba.
Hoy, a mis 60 años, sigo siendo esa prostituta. Sigo casada con ese hombre que no me da nada más que dinero y un estatus social. Sigo con el hombre que me hace inmensamente infeliz como mujer, que me engaña con otras, pero que compensa toda esa infelicidad con un buen pago. Un muy buen pago que le da sentido a todo y a nada a la vez. Igual que esa prostituta que recogen en la calle. Esa que accede a hacer lo que el hombre quiera, con tal de recibir el fajo de pesos al finalizar la noche. Asqueada, con el cuerpo oliendo a violación, pero con la recompensa de tener para comer, para gastar. Para darle a mis hijos lo que necesitan y lo que no.
Llevo 30 años de mi vida vendiéndome. Todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches. Dejándome comprar con joyas, viajes, eventos, casas y mucho más. Muriéndome en vida cada día un poco más. Porque una prostituta aprende a matar sus emociones con tal de recibir eso que necesita al final. Aprende a dejar de oler, de sentir, de ver. Se vuelve transparente, fría. Se muere por un par de horas.
Pero a veces, a veces me doy cuenta, que lo que yo vivo es peor que lo que vive la prostituta que se para en la calle. Peor que esa que regala toda su piel a un extraño. Lo que yo vivo es mucho peor. Porque ella se vende por un par de horas, pero al menos regresa a una vida que ama. Regresa a un hombre que la quiere, tal vez. A un hogar. Yo, en cambio, soy prostituta las 24 horas del día. Nunca termino. No tengo cómo escapar. No tengo a dónde llegar. Vivo ahí, en mi prostitución, día y noche. Sin tener ese otro mundo que me apasiona. Sin magia en la vida. Sin sueños. Estoy muerta en vida por dinero. Por miedo a dejar de tener. Por miedo a que mis hijos dejen de tener. Por miedo a ser libre.
Pensé, tal vez, que los años se congelarían en lo que yo me armaba de valor para empezar a trabajar. Para romper con sus reglas de ama de casa, y hacerme de un patrimonio. Poder valerme por mí misma. No depender de nadie ni de nada para ser feliz. Pasaron los años y con ellos me hice vieja. Con ellos perdí mi juventud y mis ganas de vivir. Se fue mucho que sé que no puedo recuperar. Pero sé que no soy la única. Volteo a mi alrededor, y me doy cuenta que somos muchas las que viven así. Las que aceptan su infernal realidad por tener todo eso que sólo el dinero puede comprar. Por sentirse ricas, con un estatus social admirable pero una vida deplorable. Una vida sin amor, sin pasión, sin sentido.
Todos los días, desde hace 30 años, me pregunto ¿cuánto tiempo más aguantaré? Me cuestiono, ¿cuánto tiempo más me venderé?. Todos los días pienso, “¿Qué queda en mí de esa niña que siempre quiso ser feliz. Qué queda en mí de los sueños que tenía, de las historias de amor que imaginaba?”. Y todos los días, como desde hace muchos años, no sé qué contestarme. Me quedo en silencio. En un silencio que duele mucho. En un silencio que sólo una prostituta como yo, sabe entender.