Era mi primer hijo y siempre había sido muy niñera. Pensaba que sería una gran madre desde el primer día. Desde el primer suspiro. La que amamanta feliz, carga al bebé en rebozos modernos y duerme en un hermoso colecho maternal. En aquel momento, supuse que era normal sentirse así. Así de abrumada, de asustada, agotada, irritada…, así de infeliz. Pensé que a todas nos sucedía por la falta de sueño y la increíble inexperiencia. Sí, estaba “enamorada” de mi bebé, como todos dicen, pero no sentía los síntomas de ese enamoramiento instantáneo. Sentía todo lo contrario. Quería salir corriendo, desaparecer.
Su llanto me cortaba la respiración, se me subía el estómago a la garganta. Al oírlo, despertaba de mis sueños más profundos y mis latidos del corazón se aceleraban. Las mañanas, largas y desveladas, parecían un poco más vivibles y soportables. Había un poco más de organización en sus horarios y aunque no me quitaba la pijama, al menos sonreía. Al menos podía admirar a mi bebé un pequeño rato. Tenía ayuda de mi mamá, que era lo único que me dejaba respirar. El resto de la familia trataba de visitar, pero yo no quería ver a nadie. No quería sonreír. No quería ser. Las horas pasaban y el reloj se convertía en mi enemigo. El más malvado.
Durante las noches, largas, negras y frías, sentía enloquecer con un llanto que podía deberse a tantas razones que aún no sabía descifrar. A veces, sin saber bien qué hacía, lo acomodaba en mi pecho mientras las lágrimas escurrían de mis ojos. Me estaba asfixiando con esta responsabilidad inmensa. “¿Y si tiene más hambre, y si le duele la panza, o tiene popo, o pipi, o frío, o sueño…? ¿Y si quiere estar abrazado de mi?” Mi mente no paraba. Me acuerdo que me encerraba en mi baño, sola, a sollozar sentada en el piso. Con las rodillas dobladas y mis manos tapando mi cara. Ya no podía más.
Y no era ese miedo aprensivo a que le pasara algo. No, eso no me asustaba. Era una tristeza inmensa. Una nube negra que no salía de la casa. No tenía energía para nada. Bañarme era un evento especial que requería de convencimiento. Bañar al bebé era todavía peor. Esa hora, 7 p.m., se me caía el mundo encima. La famosa “hora del baño”. Toda la supuesta estabilidad del día, desaparecía. Sabía que venía la noche. Las horas de no dormir y las pocas horas de saber que pronto me despertaría otra vez. Esa hora en la que el sol se metía, que mi mamá se iba y nos quedábamos solos, mi esposo y yo, con este bebé que era nuestro. Esa hora sentía que me moría. El reloj empezaba a burlarse de mi contando los minutos y viendo como mi angustia sólo crecía y crecía hasta enredarse con las ventanas y las puertas de la casa. Estaba encerrada ahí, en esa maternidad enloquecedora.
Cada día se complicaba todo más. Tantas expectativas de ser madre y definitivamente no era nada como la realidad esperada. Esa cruda y triste realidad de haber perdido mi vida. Mi libertad. Mis horas de dormir. Me acuerdo que pensaba “Nunca más podré llegar a la casa, aventar mi bolsa en el sillón y tirarme a ver la tele tranquila, sin preocupaciones.” Pensaba que la Debbie de pocos días atrás, había desaparecido. Se había quedado en el hospital. En esos minutos antes del llanto del bebé que llegó a la vida para convertirme en madre.
Así pasaban los meses. El crecía, yo también, supongo. Me desvivía por evitar su llanto. Por verlo feliz a toda costa. Por tenerle la mamila lista antes de que él la pidiera. El pañal seco antes de que se mojara. La comida lista para prevenir hambre. Todo sumamente “perfecto” para evitar cualquier problema. Cualquier suspiro fuera de lugar. Ese llanto atormentante y amenazador.
Me di cuenta que a las 3 semanas, yo respiraba mejor. A los 3 meses, ya me podía mover sin sufrir tanto. A los 6 meses parecía una mamá más feliz y normal. Al año, mi mejor amigo y yo, ya nos entendíamos. Año y medio… recuerdos, tantas sonrisas y carcajadas que aplacaban un poco mi inestabilidad. Durante todos esos meses anteriores, de cada día, cada minuto, sentí que me arrastraba. Sólo sobrevivía sin saber que lo estaba haciendo. Sin saber que el trabajo que me costaba todo era anormal. Que esa angustia por tener que preparar la pañalera, lavar mamilas, tener todo listo… era anormal.
Un poco después del año y medio fue cuando toqué fondo. Empecé con mareos. Platicando con la gente, tratando de poner atención a conversaciones que no me interesaban, me empezaba a marear. “¿Qué me pasa? ¡Concéntrate Debbie!”, pensaba. Me pasó muchas veces, hasta que de pronto me sucedió manejando, con mi niño en el coche. No entendía ni en qué calle iba. Perdí noción del tiempo, del momento. Mis ojos me abandonaron y todo se veía borroso. Frené en cuanto pude y me puse a respirar. Asustada. Muy asustada.
Sí, algo no andaba bien. Nada bien. Por fin, una noche en una cena, poco a poco me fui abriendo y le conté todo a mi cuñado. Fue él quién me dijo “No estás bien Debbie, eso es ansiedad. Necesitas ir al psiquiatra.” ¿Al psiquiatra? ¿Yo? Sí había ido al psicólogo una que otra vez, pero nada serio. ¿En realidad necesitaba ayuda? Ya había escuchado de algunas amigas que mis angustias no eran normales. Se reían pero a mi me parecía todo tan lógico. Un viaje me era imposible coordinarlo sólo de saber que tenía que empacar y llevarme al bebé. Al bebé que ya no era un bebé. Todo era complicado.
Entonces fui al psiquiatra. Entonces, por fin, pedí ayuda para un problema que no sabía que tenía. Y ahí, ese día, sentada en el consultorio sobre una silla de madera clara, frente al escritorio que separaba al experto de esta gran inexperta, entendí que estaba enferma. Ese día, mientras le describía al doctor mi terrible existencia, mis dolores, mis tristezas, mis ansiedades…, sentía que los ojos se me empapaban de lágrimas infinitas. Ese día me enteré que llevaba más de un año y medio sufriendo de una enfermedad que se llama Depresión Post Parto.
Claro que había oído de los “baby blues”. De la “depre” que da cuando tienes un bebé. Pero no, lo que yo tenía no era eso. No era una cosa de dos días. No era algo pasajero, sino todo lo contrario. Había llegado para quedarse. Para expandirse e invadirme toda. Mi mente, mi cuerpo, mi corazón. Para hacerme su esclava y arrancarme, día a día, las ganas de vivir.
Entonces llegaron las recetas, los antidepresivos, los ansiolíticos y “antimigrañas”. Un desfile de medicinas que entraban por mi cuerpo para probar si hacían alguna diferencia. Efectos secundarios se activaban uno por uno. Manos acalambradas, dolores de cabeza, sueño. Por consiguiente, cambio de medicinas. Cambio de doctor. Viajes, idas, venidas, noches y despertares. Así por un tiempo, en lo que fui entendiéndome. Pero este proceso médico de acoplarme y sentirme viva tardó más de 6 meses. No me sentí bien de un día para el otro. No me “curé” tan rápido.
Pero llegó el día. Finalmente, llegó el día en que pude, por primera vez, disfrutar. Me acuerdo que estaba en un centro comercial, con mi niño que ahora tenía 2 años, en el carrito de súper, paseando por todos los pisos. Y de pronto sentí una enorme paz. Enorme PAZ. Esa palabra llevaba mucho tiempo que no existía en mi. Ya me había olvidado que era parte de nuestro vocabulario. Sentí que podía respirar. Podía oler. Podía ver. Nadie me estaba apresurando. Yo no me estaba apresurando. Sentí un viento delicioso de tranquilidad. Lo vi, frente a mi sonriendo, disfrutando de la vida que yo le di. Sentí, por primera vez en mucho tiempo, felicidad.
Empecé a tratar de comprenderme. De descifrar mi enfermedad. Me volví adicta a los libros y la lectura informativa. Algunos sobre la infancia, otros sobre mí. La depresión se volvió un tema importante. Y fui descubriendo que no era la única que había sufrido de esto. Fui compartiendo mi historia en pequeñas pláticas casuales. Muchas se sorprendían, otras se asustaban. Nadie quería que le pasara algo así. Evidentemente no tenía por qué pasarles. La que estaba mal era yo, no ellas. Por fin lo entendí. Mi mente necesitaba que la escuchara. Que le diera su espacio. Que la medicara.
Esta semana cumplo 8 años de haber dado a luz a ese primer y hermoso ser que traje al mundo. Al milagro que me convirtió en mamá. A mis 35 años y con dos hijos, he entendido que la mente es una parte primordial de mi cuerpo y que no la puedo ignorar. Que nos maneja; nos sube y nos baja como ella va mandando. Entendí que no tengo que ver la herida para aceptar que estoy lastimada. Que la enfermedad de la mente es tan valiosa como la de cualquier otra parte del cuerpo. Que no se llama locura. Se llama, existencia. Yo existo hoy, feliz, porque me traté. Porque acepté que me enfermé, y que necesitaba ayuda.
Hoy te puedo contar que la depresión post parto es una enfermedad muy dura. Una enfermedad que lastima a todos los que te rodean. Mi esposo tuvo que lidiar con muchos brotes de angustia. Mucha parálisis que no me dejaba avanzar. Obsesiones y perfecciones que no eran opcionales. Mi hijo tuvo que sobrevivir, a su manera, a una mamá depresiva. Que trataba de ocultarlo. Que fingía ser feliz. Pero que en el fondo, estaba casi muerta. Y aun así, se ancló a mi para salir adelante él también. Y fuimos creciendo juntos. Sacando adelante esta enfermedad y sus efectos. Sus consecuencias.
La depresión no es un examen que pasas o repruebas. Es un sentimiento que te va persiguiendo. Aparece de un día a otro, y se queda ahí, llorando contigo. Es una rivalidad constante en tu mente entre todas tus emociones. Donde rige la tristeza. La incapacidad de ver más allá de lo que sientes. No importa qué tan hermosa es tu vida. Qué tan divino está ese bebé que acabas de traer al mundo. La depresión es totalmente ciega. Y yo creo, por experiencia, que sólo con la ayuda de un experto, puedes abrir los ojos. Sólo así puedes volver a respirar. Volver a ser tú misma.
Todos creemos que tenemos control de nuestra mente hasta que algo enorme nos sucede en la vida, que nos desprograma. Nos alborota. Y sí, debemos pedir ayuda. Pero tenemos también que ser fuertes. Que luchar. Tender nuestra mano a quienes pasan por el mismo sufrimiento. Compartir para crear una cadena de ayuda y de desarrollo. Hoy comparto mi historia para tratar de ayudar a mujeres que han pasado (o están pasando) por lo mismo que yo. Que sepan que no están solas. Que no están locas. Que somos muchas las que lo hemos vivido y más que nada, que es posible salir adelante. Porque ese es el principal proyecto de vida que tenemos, ser felices. Yo no sabía que podía llegar a ser tan infeliz. Pero tampoco sabía, como lo sé ahora, que podría llegar a ser tan feliz otra vez. Que podría llegar a ser, la mamá que soy.