Claro que seguía enamorado de ella. Apenas llevábamos 6 años de casados. Con subidas y bajadas, obvio, pero era el amor de mi vida. Siempre será. Siempre fue. Cuando la conocí me perdí desde el primer día. Pensé que eso no existía, pero ella me comprobó que sí. Era una bola de locura con inteligencia y belleza. Mi mezcla perfecta. Sabía, desde el principio, que quería pasar el resto de mi vida con ella. Que quería pasar buenos y malos momentos de su mano. Viajar, tener hijos, cumplir sueños, festejar éxitos y envejecer juntos.
Verla con las niñas era mágico. Se divertían, se reían, se entregaban unas a las otras. Siempre encontraba la manera de mantener nuestra casa en armonía. Nos enseñaba a darle sentido a la vida en cada momento. Evitaba los gritos a toda costa y nos recalcaba la importancia de demostrar nuestro amor. Así era mi casa, una auténtica y continua fiesta. Princesas que iban y venían, unas de un cuento, otras de otro. Pero la reina era siempre ella; el pilar de mi casa. El centro de la familia.
Dicen que la paternidad es la única carrera de la cual te titulas antes de haberla cursado. Es cierto. Yo nunca estuve preparado para ser padre. Ella, en cambio, siempre fue increíblemente maternal. Eso me daba tranquilidad. Sabía que ella me enseñaría a ser el mejor papá posible. Sabía que ella me iría indicando el camino siempre. Y así fueron esos años maravillosos donde la licenciatura de paternidad era un goce total. Mis tres niñas y ella siempre me recibían a besos. ¿Qué mejor? Era el momento más delicioso del día. “Papiiiiii”, “Papitoooo”, “Papá”, “Mi amor”. Regresar a casa a ellas, a ella, era mi estabilidad y mi territorio seguro.
Yo era ese, un papá normal. Igual que mis amigos, un poco más presente quizás. El que se iba temprano a trabajar y regresaba tarde, como todos. Un par de días lograba llegar temprano a bañar a la bebé y meter a las “grandes” a la cama deseándoles una buena noche. Otros, por cenas de trabajo o juntas interminables, llegaba cuando ya las cuatro dormían. Era ese que se sentía presente por estar con ellas sábados y domingos. Por comer en casa una o dos veces al mes e ir a alguna fiesta infantil. Me sentía un padre ejemplar por traer el dinero necesario a casa y trabajar duro para que nunca les faltara nada.
Yo era ese que trabajaba como loco por meses para tener unos cuantos días de vacaciones al año con mi familia. Ese que aún en esos días de descanso, no se desconectaba por completo de los pendientes de la oficina. A veces me daba tiempo para llegar a un recital de ballet, o una cita en la escuela, pero no siempre lo lograba. Habían citas lejos que no podía cancelar para llegar. Ni modo. Finalmente yo sabía que su mamá siempre estaba, y eso, según yo, era suficiente. No estaba muy al tanto de lo que mandaban los médicos ni de las medicinas que tomaban. Pero no lo hacía por falta de interés, sino porque mi mente estaba totalmente enfocada en sacar adelante mis negocios y lograr una vida económicamente estable. No era un mal padre, sé que no lo era. Nunca me reclamaron nada, pero hoy, me doy cuenta que podía dar más.
A veces trato de sentarme y pensar todo lo que ella me enseñó pero no me alcanza ni el tiempo ni las lágrimas. Escribo en las noches las cosas que me llegan a la mente para que mis hijas las lean cuando sean madres. “Siempre habla tranquilo y agáchate a la altura de ellas para que no sientan miedo”, decía. Hasta la fecha lo hago, aunque ya son casi de la altura de su mamá. “Cuando hagan algo malo y las encuentres llorando, antes de regañarlas, abrázalas y traten de calmarse juntos. Ya después, hablen las cosas, escucha su versión, y con mucha paciencia aplica una consecuencia.” Ese consejo me acercó siempre a ellas. Sabían que papá, antes que nada, las iba a acoger, a entender y luego, a educar.
Me enseñó a cambiar pañales, dar mamila, medir la medicina y cantarle a las chiquitas. Su perfeccionismo hizo que aprendiera a tener una rutina fija para ir a dormir y respetar los horarios. Comer fuera de la mesa era una travesura que sólo uno o dos días al mes podíamos hacer. Parecía exagerado, pero era correcto. “Si hay calentura, no van a la escuela. Si lloran en la noche, no esperes para ir a atenderlas, te necesitan. Que aprendan a poner la ropa sucia en su lugar y los zapatos acomodados. Que se laven el pelo un día sí, un día no. Clases de ballet, de natación, de inglés y de piano. Deja el celular cuando entres a la casa, y desayuna y cena con ellas. Siempre acuérdate que eres el hombre al que más aman en su vida. Dales muchos besos y diles que las amas diario.”
Todavía la oigo cuando me levanto a media noche. Cuando las recojo de la escuela y cuando las llevo a su cama después de una película en mi cuarto. La oigo decirme tantas cosas que a veces se me salen las lágrimas y me siento sólo. Muy sólo. Nunca pensé que la mujer de mi vida me dejaría así. Nunca, ni en sueños, pensé que se iría ese ángel de regreso al cielo soltando mi mano. Se la llevó el maldito cáncer contra el cual ya no pudimos pelear más a sus 34 años. Perdimos el pelo juntos. Vomitamos juntos. Nos mareábamos juntos. Pero se fue sola. Se fue y me dejó, aquí, con mis tres niñas. Ese día, 25 de Febrero de 1998, me convertí en un PapáMamá.
Sandra tenía 5 años, Valeria 3 y María 1. Mis tres grandulonas eran realmente tres bebés. Tres niñas que necesitaban a su mamá y yo no podía regresárselas. Necesitaban sus abrazos, sus consejos, su pecho, su cariño, su voz, su aliento. Yo no podía darles casi nada de eso. Todo seguía oliendo a ella. La tristeza en la cara de mis hijas y el llanto interminable de la bebé era agonizante. Yo pensé que no podría lograrlo. Cómo iba a administrar mi tiempo. Por más que me ayudaran mis papás, mis suegros, mis hermanas. Esto de ser PapáMamá sonaba imposible.
Así pasamos mucho tiempo. Casi con la continua esperanza de que tocara mamá la puerta. De que llegara chiflando, como siempre, lista para desbordarse de amor con cada uno de nosotros. Ya nunca pasó. Nunca llegó. Sólo quedaron las fotos. Los videos que se volvieron una especie de adicción para las niñas y para mí. Quedó su ropa, sus dibujos, sus recetas de cocina, las listas de súper, los horarios de clases, sus libros y sus perfumes. Quedó su computadora que tiene huellas de ella por todas partes. Huellas que no cobran vida. Quedaron los consejos, los besos, las innumerables enseñanzas y el amor que nos tenía. Quedó este papá que ella me enseñó a ser.
Entonces este señor de 37 años, perdido en un mundo oscuro y aterrante, tuvo que madurar. Me tuve que convertir en el hombre más femenino que había conocido. Pensaba día y noche en cómo llenar ese hueco que tenían mis niñas. Cómo suplir a una mamá tan presente. A esa persona que nos hacía la vida perfecta sin darnos cuenta todo lo que iba organizando. Era la gran directora de orquesta, y ahora, me había pasado la batuta a mí. ¿Por dónde empiezo? No sabía. Sólo supe que darles amor sin medida era lo primero que tenía que hacer. Lo otro iba a irse acomodando.
Mis horarios de trabajo se redujeron al 50%. Me volví híper productivo el tiempo que iba a la oficina sabiendo que me tenía que salir temprano. Ahora era yo el que tenía que ir a las citas de doctor, a las clases de ballet, a la fiesta infantil y a las juntas de la escuela. Encargarme de tareas, de la papelería, los regalitos, el súper, las empleadas domésticas, tintorería, medicinas a media noche y mucho más. Ya no podía vivir encerrado en el mundo de los negocios las 12 horas del día porque mis niñas me necesitaban. Ya no podía confiarme en que mamá estaba ahí, resolviendo todo. Dando amor por los dos. Tuve que volverme el mejor y más presente papá del mundo porque entendí que ser madre es dedicarle el 100% a tus hijos. Pensar en ellos día y noche. Tener una especie de antena mágica que nunca se desconecta. Estar al pendiente de ellos a cada instante, estés donde estés. Ser madre y padre se convirtió en toda una aventura.
Hoy, han pasado 23 años desde que ella se fue. Hoy, mis hijas son señoritas y más que nunca necesitan una mamá cerca. Pero aun así, saben que yo hago lo mejor que sé y que puedo. Han aprendido a valorar el papá que soy y todo lo que he hecho por ellas para que nunca sientan un vacío. Todos los días, cuando se van a su cuarto, me agradecen. “Pa, te amo, gracias por ser nuestro PapáMamá”. A veces ya nos da risa. Hemos aprendido, con los años, a entender la muerte de su madre y a seguirla amando aunque no esté aquí. Aprendimos a dejar de sufrir por ella y seguir nuestra vida como ella hubiera querido que la viviéramos. Felices y siempre juntos. Unidos.
Y siento que desde el cielo, a veces me agradece ella también. Siento que a veces llega de noche, me da un beso, y me dice en voz muy baja “Gracias mi amor, las niñas salieron adelante gracias a ti. Eres un gran papá.” No sé si sea real o si yo lo invento para sentirla cerca. No importa. Sólo sé que la maestra que me regaló la vida, todos los días me sigue enseñando el valor de ser padre. Todos los días me demuestra lo equivocado que estaba en vivir la paternidad a medias. En sentir que lo daba todo cuando no era cierto.
Hoy sé que ser papá no es sólo mantener a tus hijos. Que sí se puede dar más de lo que das siempre. Que evidentemente el ser responsable del dinero de la casa es muy agobiante, pero eso no implica estar alejado, porque tu pareja te necesita y tus niñas también. Ellas saben que mamá siempre está, pero quieren también a papá. Al hombre que las ama. Quieren ser tus hijas diario, el mayor tiempo posible. Si esto implica hacer una o dos citas menos, a la larga vale la pena. Porque tener hijos es algo que hacen los dos, papá y mamá. No sólo uno. Y ahora me doy cuenta de cuál es el papel de la madre. Lo que ella daba y convivía contra lo que yo creía dar. Lo he tenido que valorar con dolor debido a una situación que daría todo por cambiar. Pero hoy sé que todos esos amigos míos, padres de la escuela, empresarios millonarios y empleados de oficina… todos esos que creen que son grandes padres, están dando mucho menos de lo que podrían dar. Los veo con lástima porque se están perdiendo de lo mejor que tiene la vida. Se están perdiendo de ser un poco más papás por ser un poco más ricos. No saben que lo que los espera en realidad es ser mucho más felices. Más llenos de amor. Más completos. Se los dice un PapáMamá que ha aprendido a vivir la vida dando todo por sus tres princesas, y por la reina que me sigue guiando.
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Hoy les regalo esta historia dónde los invito a exigirse, todos los días, un poco más de ustedes. Que aprendan a disfrutar más la vida con sus hijos y valoren esa enorme bendición de ser “papás”.
Feliz día del padre.