Mi artículo de hoy, viernes, en Fernanda Familiar. Espero les guste:
“A MIS 92”
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“A Mis 92”
Me llamo Debbie Chamlati y tengo 92 años. Mi cuerpo ya no sirve y vivo acostada en una cama día y noche. La mayor parte del tiempo veo la ventana. Veo cómo se mueven las hojas, cómo vuelan los pájaros, y cómo, de vez en cuando, me saluda una nube blanca. No me permiten mantenerla abierta porque puedo enfriarme. Ya no me acuerdo bien cómo se siente el viento sobre mi cuerpo, en mi cara, mi pelo. Las tormentas me siguen dando miedo como cuando era chiquita, en especial cuando pienso que no puedo ni siquiera taparme los oídos para no escucharlas.
Mi cuerpo tiene muchas heridas. Algunas acumuladas por la vida, otras, recientes, por estudios, golpes, maltratos accidentales, y por este excesivo tiempo en la misma posición. Mis manos, siguen siendo mías, pero parecen más las de mi abuela. Nunca pensé que realmente llegaría el día en que me las viera así. Algunos dedos chuecos, muchas manchas y por supuesto, arrugas infinitas.
A veces escucho música. Me sigue gustando el reggaetón y las canciones de amor. Daría lo que fuera por poderme parar a bailar. A moverme como bien lo hacía. Aunque fuera frente a un espejo sola. Coquetearme y hacerme sentir alegre. Me acuerdo casi diario cómo bailaba en la casa con mis hijos chiquitos. Todos movíamos las pompas, los brazos, gritando y alegrándonos el uno al otro dando vueltas por todas partes. !Qué momentos esos! Recuerdo también ir en el coche sola, manejando, moviendo los hombros al ritmo de la música, cantando a todo pulmón. Sintiendo el volumen en cada parte de mi cuerpo.
Mis bisnietos vienen casi diario a verme. Algunos les da pena agarrarme la mano. Supongo que ya soy de esas que huelen a vieja. Yo no me doy cuenta, me bañan diario, y me ponen mi mismo perfume de coco que tanto me gusta desde hace más de 60 años. Pero aun así, sé que la gente de mi edad huele diferente. A veces los veo verme con un poco de tristeza, de lástima. Si supieran lo que yo haría con ellos si tuviera el cuerpo que tenía a mis treinta. Cómo jugaría, los corretearía, los mordería, los apapacharía. Si supieran cómo los haría retorcerse de carcajadas como lo hice con sus papás y sus abuelos. Ahora no soy nada para ellos más que la visita obligada de la semana. Una vieja de pelo corto y totalmente blanco. Si supieran el pelo café largo que tenía y cómo se me hacían caireles cuando me lo dejaba suelto.
En mi cuarto hay algunos de mis cuadros. A veces puedo recordar el olor a óleo. Recordar la textura de mis dedos llenos de carbón sobre el lienzo. A veces cierro los ojos y me imagino que estoy ahí, frente a esos cientos de cuadros que hice mientras llenaba mis oídos de música, mis manos de pintura, y mi cuerpo de paz. Esos ratos de soledad eran absolutamente deliciosos. Era la mejor terapia. Hoy, mis uñas todavía se acuerdan del acrílico. Mis dedos saben cómo se agarra todo tipo de pincel. Pero ya no responden mis manos. No puedo ni siquiera escribir una carta. No puedo moverlos. Perdí la capacidad de pintar, escribir, tocar el piano, cargar a un bebé, peinarme, maquillarme, cocinar…
Todavía sigo adicta a la Nutella. No me la dan porque se me sube la azúcar, pero a veces, a escondidas, una de mis nietas me da una cucharadita para que la disfrute a solas con ella. Es nuestra pequeña travesura. Sabe que no la puedo agarrar con mis manos, así que ella me la va deteniendo. Son mis minutos de gloria. Mis pequeños orgasmos ancianos. Me acuerdo que antes también me limitaba por las calorías, pero aun así tenía mis momentos de locura y romance con un bote de Nutella, a solas, en la cocina. Nadie se enteraba de mi escondite.
Mis hijos siempre están cerca de mi. Supongo que algo hice bien porque todos los días me demuestran un amor infinito que me llena de vida. Sé que no puedo ya tocarles sus caras, ni abrazarlos o cargarlos. Pero ellos ahora me tocan a mi. Me abrazan, y sí, a veces me cargan. Ahora son ellos quienes me dan de comer, me cuidan mis heridas, y se aseguran de que tenga todas mis medicinas. Me ponen mi música preferida y me cantan. Me compran sorpresas cada vez que vienen, igual que como yo lo hacía con ellos cuando eran chiquitos. Me siguen diciendo “mami”, y me siguen contando sus problemas. No puedo contestarles, porque aunque tengo voz, ya casi no me salen palabras. Saben que los estoy oyendo porque puedo hacer gestos con mi cara; sonreírles, sorprenderme y hasta llorar. Afortunadamente a ellos no les molesta mi olor. Me llenan la cabeza, la cara y las manos de besos. Cuando entran a la casa chiflando, sé que son ellos y son, sin duda, mi gasolina.
Y bueno, ahora ésta soy yo. Y trato de no pensar que se me está acabando la vida, pero no puedo. Siempre he sido muy obsesiva con mis pensamientos. De chica pensaba por días en cómo sería mi cumpleaños. Luego en los novios y las horas esperando que sonara el teléfono. La boda y todos sus preparativos. Luego, el embarazo y la emoción de ver a mis bebés crecer. Mis obsesiones por pintar, por escribir, por hacer negocios… Ahora ya no puedo obsesionarme con nada más que con mis pensamientos. A veces siento que me voy a volver loca. A veces siento que es hora de morir. Pero cuando vienen mis chiquitos me dan ganas de seguir aquí, para verlos, olerlos, sentirlos cerca.
Mi hermano gemelo todavía puede caminar. Está mejor que yo. Parece un milagro. El pasa muchas horas conmigo. A veces sólo me hace compañía mientras duermo. Siempre fue mi otra mitad. Me lee algunas cosas que escribí cuando era joven. Me cuenta anécdotas de nuestra infancia, y a veces me trae a mis sobrinos y a sus nietos. Lo que daría por tener aquí a todos juntos. A mi papá y a mi mamá. Estar los cuatro platicando. Riéndonos como en esos viajes de mi infancia. Todos los días los extraño. A veces pienso que quisiera ya irme a dónde ellos estén. A veces me sigo sintiendo como una niña de 8 años que necesita a sus padres. Quisiera estar con ellos viendo la tele en la cama. Que mi mamá me hiciera cariños en la espalda mientras lee, que mi hermano viera la tele con mi papá, y llenarme de esa paz que existía.
¿Dónde quedó mi vida? ¿Dónde quedó mi tiempo? ¿Dónde quedó mi pasado? Ya no puedo soñar con un futuro. Se me acabó. Se me acabaron los sueños. Las fantasías. Se me acabaron mis bailes, mi energía, mi voz, mi letra. Se fueron mis amigas, primos, primas, abuelos, tíos, papás. Se me fue el movimiento, el aire de mis pulmones, mis latidos del corazón. Se me fue casi toda la vista, la audición y el olfato. Sé que estoy a punto de morir, y que ya no hay nada que hacer. Sé que los relojes siguen caminando. Que nada los detiene. Que ya no tengo más oportunidades. Que ya no puedo amar a alguien nuevo. Ya no puedo viajar. Ya no puedo crear nada. Estoy viviendo de recuerdos, de culpas, de miedos, de memorias, de arrepentimientos. Estoy viviendo en automático. Sé que ya no puedo disfrutar más a mis hijos cuando eran chicos. Que ya no puedo ir al gimnasio. Adiós a los chocolates. Que ya no puedo darle más al mundo. Que mi papel en esta vida esta terminando. Que la familia que hice, bien o mal, ya la hice. Que mis sueños, los que realicé, me dan alegría y plenitud, y los que no, ya nunca los podré realizar.
Pienso mucho en todo eso que por tanto tiempo me preocupaba, y no tenía sentido. Todo ese tiempo que pasaba frustrada, enfermando mi cuerpo, por tonterías. Pienso en el tiempo perdido agarrando el celular en vez de abrazar más a mis hijos cuando podía. Pienso en el tiempo que perdí peleando en vez de amando. Las horas que pasé dormida queriendo morir por ratos, teniendo toda la vida por delante. Pienso en cómo me quejaba de mi físico, cuando en realidad tenía lo que todas querían. Todo lo que no me comí por cuidarme. Los días que no les marqué el teléfono a mis papás para decirles que los amaba. También a mis abuelos. Pienso en todos esos viajes que no hice por angustia o miedo. Todo ese ejercicio que pasó de largo por flojera. Y todos esos cambios que quise hacer en mi vida pero nunca los hice por miedo. Miedo de lastimar a alguien. Miedo de fracasar.
Hoy sé que ya me voy. Que ya acabó mi historia. Que ya no puedo regresar el tiempo más que cerrando los ojos y soñando. Pero eso ya no me sirve. Ya no me llena. Me deprime aun más. Y es que ya no soy yo. Ya no soy la que era. Esa que con locura disfrutaba la vida diaria. Esa emoción por comerse el mundo. Por escupir sentimientos en palabras. Por besar, abrazar, ayudar, guiar. Esa que bailaba, cantaba, y le daba poca importancia a las reglas y los patrones. Ya no soy yo. Debbie Chamlati está por irse. Está paralizada en una cama de cuatro patas. En una jaula de oro. Y ya no puede volar como alguna vez lo hizo para salir de la jaula. Está encerrada otra vez. Y la verdad, ya no quiere estar ahí. La verdad… ya me quiero morir.
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Me llamo Debbie Chamlati y tengo 35 años. Algún día, si Dios me lo permite, tendré 92 años. Algún día, seré esa que acabas de conocer y no ésta que soy hoy. Algún día, un poco antes de morir, me acordaré de este día en que escribí lo que sería mi vida dentro de muchos años. Y ese día, ya no habrá nada que hacer para cambiar mi presente. Ahora entonces, te invito a vivir. Tengas la edad que tengas, ven, vamos a vivir. !Córrele, que se nos acaba el tiempo!