Me acuerdo que apenas llevabas un día de haber nacido. Pasaban tantas cosas al mismo tiempo, tantos sentimientos, tantas hormonas alteradas y tantos médicos entrando y saliendo del cuarto, que me quedaba poco espacio para realmente pensar. Para darme cuenta de lo que acababa de suceder en mi vida. Unas horas antes de anochecer, rodeada de visitas, me sentí con la necesidad de irte a ver al cunero y pasar mi primer momento contigo a solas. Me paré con ayuda, me puse una bata, y en pantuflas me dirigí hacia ti. Al llegar, apreté el botón de la entrada. “Diga, ¿en qué le puedo ayudar?”, contestó una voz formal. “Quiero ver al bebé Ramírez”, dije con tono suave. “Señora, éste no es horario para ver a los bebés. Si quiere puede regresar mañana a las 10:00 am”. Lo dejé terminar la frase y enseguida contesté, “Soy su mamá”. Entonces se apagó la bocina y se abrió automáticamente la puerta para darme entrada. Fue en ese momento, al escucharme decirlo en voz alta, que me di cuenta de lo que había sucedido. Ya era mamá. Ya era tu mamá. Y esa frase, siempre, me abriría la puerta mágicamente para llegar a ti en cualquier circunstancia.
A los 3 años me llamaron del colegio. “Señora, nos da pena molestarla pero su pequeño…”. El corazón se me encogió. Me dolió. Me sentí mareada, comencé a sudar, y apreté con fuerza el volante del coche. “¿Qué?, ¿qué le pasó?”, dije sumamente alterada sin darme cuenta que la estaba interrumpiendo. “Se cayó del columpio y se lastimó fuerte su carita”. Respiré profundo, imaginando exactamente el golpe y pensando lo peor. “Voy para allá”. Tratando de manejar bien, me encaminé hacia el colegio con el pie bien puesto en el acelerador. Mi mente daba mil vueltas. Sabía que necesitabas a tu mamá. Veía tu carita, llorando. No podía dimensionar si tal vez había exagerado la secretaria o si realmente estabas muy lastimado. Asustada, nerviosa y ansiosa, llegué a la escuela, entré corriendo sin saludar a nadie y me fui directo a la enfermería. La puerta estaba cerrada, por lo que toqué fuerte. “No se puede, está ocupada ahora la enfermería. Vayan a la oficina principal por favor”, dijo una voz con tono histérico. “Soy su mamá”. En ese instante me abrieron la puerta y al dar un paso hacia adentro pude verte, tu cara raspada de la frente, el cachete y el ojo. Tenías todavía sangre, lágrimas y mocos. Tus ojos rojos intensos me enfocaron y al darte cuenta que era yo, los abriste grandes, te paraste rápido, corriste hacia mí y me abrazaste llorando.
A tus 12 años, ganaste el partido de futbol más importante de la temporada. Pero no sólo eso, fue gracias a tu gol que desempataron y quedaron triunfadores. Había sido un partido tan intenso, tan divertido. No paramos de gritar mientras corrías de un lado al otro persiguiendo la bola tratando de hacerla tuya. Verte grande, fuerte, con energía y alegría era maravilloso. Un regalo de la vida. Al terminar el partido, tus compañeros te abrazaron. Eras el héroe de la tarde. Entonces todos se regresaron juntos a sus lockers. Yo moría por irte a abrazar. Habíamos platicado tanto sobre este partido. Sobre tu ansiedad durante las noches anteriores mientras te dormías agarrándome la mano y fantaseando sobre las jugadas que harías. Los minutos planeando tenerte el uniforme listo, recogerte a tiempo, darte de comer bien, y llevarte con tu bebida en la mano… Ahora ya había pasado todo y quería celebrar contigo. Entonces me fui rápido a los lockers para tratar de encontrarte. Estaba cerrado y se escuchaba mucho ruido adentro. Toqué fuerte hasta que me abrió un señor. “Quiero felicitarlos”, le dije. “Espere en la cancha señora, ahora no puede pasar.” Sentí coraje, pero no me iba a vencer. “Soy su mamá“, le dije alzando la voz para tratar de que alguien más me escuchara. Entonces se asomó el entrenador y empujando la puerta, me dijo “Pasa, tu hijo es un campeón.” Al verte de lejos, con todos tus amigos, riendo y festejando, se me salieron las lágrimas. Me quedé allí, parada. Entonces volteaste, me viste, y sin pena por ser ya un niño grande, gritaste “Mamá, ganamoooooos”, mientras caminabas hacia mí con firmeza para abrazarme. Eras ya de mi tamaño y era yo, en ese momento, la mamá más orgullosa del mundo.
A tus 18 años tuviste un accidente fuerte regresando del antro a las 3 de la mañana. Me llamaste tú mismo, con esa voz que me paralizaba, explicando que necesitabas que te fuera a ayudar. Te habías estampado contra un árbol y estabas solo. Los minutos entre los que me salí de la cama en pijama para cambiarme y llegar a ti, fueron eternos. No recuerdo nada, ni la ropa que me puse ni como manejé ni el tiempo que me tomó llegar. No sabía si ibas a sobrevivir. Si te habías lastimado demasiado. Si ya había llegado alguien más a ayudarte. Si el coche estaba destrozado. Nada. Se me escurrían las lágrimas del pánico mientras iba con cuerpo tembloroso hacia la dirección aproximada que me diste. “Ma, estoy donde termina Palmas y empieza Reforma”. Me repetía la misma frase todo el camino. De pronto vi tu coche de lejos, al rededor una patrulla, oficiales, y algunas personas asomándose al piso. “Dios mío, ¿qué le pasó a mi bebé?, pensaba. Dejé el coche donde pude y bajé corriendo. Al verme acercarme, volteó un policía y me dijo “Señora, ya está todo bien, gracias por su ayuda”. “Soy su mamá“, contesté con un tremendo grito de pánico. Entonces se hizo a un lado, él y todos los que estaban cerca de ti. Estabas allí, tendido en el piso, viendo hacia el cielo. La cara empapada en sangre, las manos también. No entendía de dónde venía tu dolor, pero al verme te soltaste llorando, sin poder moverte y gritando “Ayúdame mamá, me duele”. Hoy puedo decirte que ese ha sido el peor momento de mi vida. No sabía nada. No podía ayudarte. No podía hacer más que esperar a la ambulancia. Besarte y tratarte de tranquilizar.
A tus 24 años tuvimos tu celebración de graduación. Te habían escogido para dar el discurso en nombre de toda la generación. No eras el del mejor promedio, pero sí un líder nato que generaba mucho respeto en sus compañeros. Todo estaba listo en el escenario, pero yo sabía el miedo que te daba hablar enfrente de la gente. Lo platicamos mucho, “tranquilo, tu solo piensa en lo que vas a decir, no en la gente que tienes enfrente”. Practicaste el discurso frente a mí, todos los días, por varias semanas. Yo sabía que estabas listo, tú no. Entonces quería ir a darte un último abrazo antes de que te enfrentaras a ese reto que tanto te preocupaba. Sin dar explicaciones, me paré de mi asiento en el auditorio, salí por la puerta principal y me metí al pasillo que te llevaba a la parte de atrás del escenario. Sabía que por allí te encontraría. Estaba todo obscuro y ya listos para entrar. “Tercera llamada”, se escuchó en la bocina. Me puse nerviosa, estaba a punto de perderme tu entrada y tu discurso por irte a buscar. Entonces te vi, parado con tu toga y birrete, preparado para hablar. En ese instante se apareció una señora que me dijo “no puede pasar, por favor vaya a su asiento, está a punto de comenzar”. Sin quitarte la vista, y señalándote le dije “Soy su mamá“. Volteó a verte, me regresó la mirada, y con una enorme sonrisa me dijo “Felicidades, pase”. Caminé hacia ti y te tomé el hombro por sorpresa. Al verme abriste los ojos como cuando tenías 3 añitos. “Estoy nervioso”. “Vas a estar bien, te ves muy bien, te sabes tu discurso y estoy sumamente orgullosa de ti.” Te abracé mientras escuché, “Gracias mamá, te quiero”.
Hace 2 días, a tus 30 años, estuvimos sentados en el cuarto del hospital, agarrados de la mano, mientras vimos a la enfermera entrar cargando a tu bebé. Tu primer hijo. Mientras se me inundaron los ojos de lágrimas traicioneras por tanta emoción, me volteaste a ver, y con una mirada llena de amor, dijiste, “Señorita, déselo a cargar primero a su abuela, que ha sido la mamá más presente del mundo. Que conozca mi bebé a la mujer que me hizo el hombre que soy. La mujer que siempre estuvo y estará allí para mí.” Con una sonrisa enorme, y recordando lo que sentí por primera vez que me convertí en mamá hace 30 años, contesté, “Sí, yo soy su mamá… y su abuela. La más afortunada del mundo”.
Bello. No hay más palabras.
Me hiciste llorar. La mía solo tiene 15 meses, pero ojala algún día pueda decir yo que estuve tan presente como lo estuviste tú.
Felicidades.
Teresa gracias por tu mensaje. Tengo que admitir que me llena mucho escribir y compartir, pero me llena aun más recibir este tipo de respuestas que me impulsan a seguir dando, tanto a ustedes como a la gente que tengo cerca y amo tanto. Estoy segura serás una mamá (como ya lo eres), sumamente presente y consciente de la felicidad y seguridad que tu puedes ayudarle a tu hija a conseguir.