La Comida, Mi Gordura y Yo

No puedo parar de comer. Esa es la realidad. Y muchas veces ya me da lo mismo la razón. Muchos me preguntan que si es por aburrimiento, por ansiedad, problemas hormonales o por hambre. No sé, y muy frecuentemente, me vale madres. El caso es que todo el tiempo tengo esa necesidad. Digo “Necesidad”, porque NO es un lujo, es una urgencia. No puedo contenerme, no puedo controlarme. Lo disfruto, lo añoro, me fascina.

Entonces claro, estoy gorda. Por más ejercicio que haga, (cuando se me ocurre hacer), no enflaco. He empezado y dejado un millón de dietas. La de proteínas, la de choque, la de pastillas, la de jugos, la de malteadas… todas. Intento, con todas mis fuerzas, iniciar una nueva, ilusionada…, pero es tan eterno y remoto ver resultados, tan complicado seguirlas, que me atrae más volver a la tentación.

Uno de los pecados capitales es la gula. La misma gula que padezco. Pero mi diagnóstico no es sencillo. No es sólo un pecado capital. Mi diagnóstico es algo más fuerte y más complicado. No se corrige con operarme y de un día al otro volverme flaca. No es un desbalance de tiroides o una sobredosis de antihistamínicos. Lo que yo tengo sí tiene nombre propio, pero no tiene cura: Comedor Compulsivo.

Muy poca gente sabe de esto. Muy pocos saben que nosotros también nos juntamos a diario formando grupos para platicar y disminuir nuestra ansiedad. Que existe toda una organización para ayudarnos igual que los alcohólicos o drogadictos. Nuestra “enfermedad” nos desespera y por supuesto quisiéramos tener voluntad para dejar de comer y ser flacos, pero no podemos. No es porque no queremos. No es porque seamos tontos y prefiramos “tragar”, como muchos dicen. Existen gordos por falta de actividad física; son flojos y comelones por gusto. Nosotros no. Yo no.

Comía cuando ya estaba llena. Guardaba comida para comerla después en soledad y sin que me juzgaran. A veces fingía comer poco y decentemente durante la comida y luego me atascaba rápido en la cocina sin que me vieran. Me acechaba un sentimiento de tristeza y depresión que sólo se me quitaba comiendo. Lo difícil es que después de comer, era tanto y tan descontrolado, que me volvía a dar depresión por el remordimiento. Era un ciclo vicioso. Lo pero de todo es que nunca me sentía satisfecha. Por más que comía y comía, siempre había un vacío permanente. Un vacío insaciable. ¿Por qué? Todavía no se sabe bien. Puede ser un biológico, psicológico o cultural. Algo que detona este desorden en gente propensa a ser así, comedor compulsivo.

Antes de aceptarlo, de entenderme, mi familia trataba de hablar conmigo y yo me enojaba. Me frustraba que sintieran que me podían atacar y juzgar. En realidad lo que más me molestaba es que tenían razón. A veces me decían que me operara para adelgazar. Otras recomendaban, que no comiera a escondidas, que empezara una nueva dieta o que hiciera más ejercicio. Evidentemente se daban cuenta de mi ansiedad por comer, por hablar de la comida, por hacer que otros comieran y probaran todo lo que a mí me gustaba. Pero no era fácil enfrentarlos ni escucharlos. No era fácil enfrentarme y cambiar.

El simple hecho de aceptar ser un comedor compulsivo me llevó mucho tiempo. Es un proceso muy largo. Muy deprimente. A veces uno quisiera soltar las riendas. Volver a caer, y ya. Dejar de estar todos los días echándole ganas. Tratando de aguantarse. De entretener la mente enferma y adicta. Comer, comer y comer. Perderme en esa pasión por los sabores. Por degustar absolutamente todo lo que pasa frente a mí. Aceptar ser un comedor compulsivo es muy duro, pero sólo aceptándolo se puede iniciar una mejor vida.

La culpa que se siente después de cada atascada, es horrible. Son momentos en los que decido ceder desenfrenadamente a un antojo. Digamos algún postre. Instantes en los que de plano ya no hay manera de contenerme. Y aunque mi mente entra en una interminable discusión entre el bien y el mal, me enfrasco en un enorme debate en el que, enfermamente gana, por muchos puntos, el mal. Entonces caigo, sin pensar más, sin darle más vueltas. Pero siempre, siempre, a sabiendas de que no vendrá ningún sentimiento bueno después. Como, como y como. Disfruto cada bocado, una y otra vez. Hasta que, algo más fuerte que la satisfacción me avisa que he terminado. Algo entre un malestar y un desagrado físico. Algo raro.

Y después… después, nada. Más y más calorías. Más y más remordimiento. Y ya no puedo hacer nada. Nosotros no. Porque no somos bulímicos. No nos vamos a parar a vomitar. Lo que comemos se queda ahí, dentro de nosotros. Engordándonos un poco más. Esperando que pasen unas horas antes de volver a caer en otro antojo.

Y me prometo hacer un poco más de ejercicio. Prometo comer menos ese día y los que siguen. Es un mundo donde no para la negociación. Poco después, me veo en el espejo, y quiero gritar, llorar. Ese es el momento en el que concientizo mi enfermedad. No me queda la ropa, o queda apretada. O aun peor, me queda perfecta porque es una talla muy grande. Me siento despreciablemente fea en una sociedad donde cada vez es más valorada la belleza física. Cuerpos perfectamente atléticos. Mentes que creen que todos debemos ser iguales y que los que estamos pasados de peso, somos “tontos, tragones, cerdos, marranos…”.

Hay días en los que tengo ganas de quedarme encerrada en mi casa. No salir, no ver a nadie porque a veces siento que todos me juzgan, que nadie me entiende. Imposible pensar en estar sola con alguien, desnudos… ¿qué podría ser peor? Supongo que cualquiera que sintiera el mínimo aprecio o atracción hacia mí, decidiría no volver a estar conmigo nunca más después de verme desnuda. Hay tantas mujeres bonitas, guapas, flacas… ¿quién podría querer estar conmigo? Por eso, y por mi compulsión para comer. Debe de ser desagradable estar a mi lado y verme enloquecer por la comida frente a un buffet. Buscar pretextos para seguir probando sin que nadie se de cuenta.

Pero sé que no estoy sola. Eso es lo único que hoy, después de muchos años de luchar contra esto, me mantiene viva. Los días que me reúno con mis grupos y veo a todas estas personas que piensan y sienten como yo, me siento tranquila, segura. Finalmente, no soy quien soy por querer ser así. Finalmente, estoy luchando todos los días contra algo que yo no escogí. Y aunque nadie sabe de esto, aunque sólo ven a una mujer gorda, detrás está una persona que siente, que esta librando una batalla, y que no quiere ser así. Que ya no desea vivir con excusas y mentiras tratando de justificar su compulsión y su peso. Ya no.

Sé el daño que me hace esta enfermedad produciendo a su vez otras enfermedades más graves. Empecé a tener hipertensión, problemas gastrointestinales, insomnio y dolores musculares. Mi cuerpo me estaba avisando que no estaba bien, pero no lo podía escuchar porque era mayor mi depresión y mi ansiedad. Era mayor mi incapacidad de ponerle un alto a mi desorden alimenticio. A mi compulsión.

Hay días que sigo sin poder parar de comer. Días que me sigue valiendo madres todo. Pero también hay días, que doy un pequeño paso adelante, y eso vale mucho. Sé que poco a poco, habrán más días buenos que malos. Esta adicción, como otras, se trabaja día a día. Y así vivo, día a día tratando de superarme. De controlarme. De comer, un poco menos. De pensar en comida, un poco menos. De ser feliz, un poco más.

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