10:00 p.m. Venía tranquila en el coche, disfrutando de mi soledad. Uno de esos momentos en los que podía oír lo que yo quisiera y cantar tan fuerte como se me antojara. Delicioso. No me hace muy feliz la obscuridad, y mucho menos manejar en ella, pero esta vez el trayecto era corto. No traía mis lentes; afortunadamente no habían muchos coches y el camino me lo sabía de memoria.
Justo antes de llegar a la glorieta que me llevaría a la calle donde se encontraba mi casa, empecé a ver luces rojas. Borrosas, lejanas…, por alguna razón las sentí alarmantes. Seguí unos metros más, y entonces enfoqué la mirada para lograr ver un pequeño coche (azul, creo), sobre la banqueta e incrustado en el árbol. Seguía prendido. No había nadie cerca, sólo el coche, el piloto, y yo. Entonces sentí cómo la adrenalina comenzaba a fluir aceleradamente por todo mi cuerpo. Había que frenar lo antes posible y correr a ayudar.
Cuando me bajé del coche vi que otro auto se paró unos metros atrás del accidentado, justo en plena avenida. Se bajó y empezó a correr hacia mí un hombre tembloroso, aterrado. Mientras, yo ya estaba con el teléfono en la mano marcando a la Cruz Roja. Todavía no sabía ni qué pasaba, pero obviamente los íbamos a necesitar. El hombre me alcanzó y repetía, jadeando, “yo venía atrás de ella, veníamos escribiéndonos… no sé qué le pasó. Acabamos de salir de un restaurante”. “Tranquilo, ya pedí Cruz Roja”, contesté.
Me asomé, sin darle importancia al terror que embargaba mi mente. Por lo que iba a ver. A oír. Ahí estaba ella, tirada en el asiento del copiloto. No me tomé el tiempo de analizar si habían heridas o dónde se había golpeado. Abrí la puerta, y sin tocarla le pregunté, “¿estás bien?”. Evidentemente no estaba bien, pero me daba pánico preguntarle “¿estás viva?”. Afortunadamente me contestó. No podía hablar bien, pero sí, estaba viva. “Choqué…” Pues sí, muy fuerte, pero no era momento de aclararle la gravedad de la situación.
Empezó a querer sentarse. “No te muevas”, le dije, pero no me hizo caso, se jaló del volante para acomodarse y se recargó en su asiento. Entonces me metí y me senté junto a ella. En cuanto entré a su pequeño auto, vi que sus cosas se habían caído al piso. Me puse a recoger todo y acomodárselo en su bolsa. Entonces vi que el celular estaba bajo sus pies. Obviamente no podía cogerlo, decidí ignorarlo. Ella, totalmente ida, con la cara bañada en sangre por el golpe que se había dado contra el volante al incrustarse en el árbol. Entendí, que rebotó y cayó de lado. Ahora estaba tratando de hacerse la fuerte. Ella, y yo también.
Le seguí platicando. Su “amigo” no lograba armarse de valor para acercarse, supongo. “Tranquila, vas a estar bien. Estás asustada, pero estarás bien.” le dije mientras le tomé la mano. El tiempo no pasaba. La noche nos miraba, aterrada, congelada, pausada. “¿Cómo te llamas?”, le dije. “Andrea”, contestó. No dijo más. Ni apellidos, ni nada. Sólo eso. Pero para mí, con lo poco que sabía de medicina, decía mucho. No había perdido la memoria. Al menos no su nombre. ¡Qué alivio!
Entonces ahí estábamos, en le coche casi destruido que salió de control en manos de una mujer joven. Una mujer como cualquiera de todas nosotras. De ti, de mí. Las que manejamos con una mano en el volante y otra en el celular. Tratando de mandar “ese mensaje TAN importante”. Ese mensaje que no puede esperar. Que vale más que nuestra propia seguridad. Claro, seguramente venían saliendo de una cena, de una borrachera, pensé. Yo que sé, tal vez continuaban el coqueteo por chat. El coqueteo o el pleito. ¿Qué más da ahora? “No vi el tope, y cuando quise frenar, no sé qué pasó, se barrió el coche, brincó y…”, me explicaba mientras se le escurrían las lágrimas y se le barrían las palabras. Quería abrazarla, pero no podía. Totalmente pegada al asiento, con la cabeza recargada hacia atrás, respiraba, afortunadamente. Respiraba muy asustada… ella, yo no.
En esos momentos vi que otros autos se estacionaban. Personas curiosas que se acercaban para saber qué había sucedido. Yo seguía dentro del coche. Supongo que muchos imaginaron mil teorías que me incluían en el accidente. “¿Están bien?”, preguntaban, “¿Llamamos a la ambulancia?”. No recuerdo bien qué tanto contesté, pero todos seguían ahí. Viendo. Esperando.
Escuché entonces, la sirena de la ambulancia. Gloriosa. Por fin llegaba la ayuda. Seguramente no tardaron más de 5, 8 o 10 minutos. Pero fueron eternos. Ella cada vez hablaba más extraño, y yo no podía ofrecerle nada más. Mi papel en ese momento estaba caducando. Le expliqué que ya habían llegado los paramédicos, que iba a estar bien y me salí del coche para verlos. Nerviosa, empecé a declarar: “Pues yo venía manejando y vi que se acababa de estrellar. El coche estaba prendido. Me acerqué. Estaba acostada y se sentó sola. Creo que tiene una herida muy fuerte en la cabeza, pero no me pude fijar bien. Se le ve abierto pero entre el pelo y la sangre no logré ver qué tiene. Se estrelló contra el árbol y su cabeza dio contra el volante”.
Uno tras otro empezaron a desfilar paramédicos, sacando camilla, trapos, gasas…, un poco de todo. Yo me hice a un lado. Ya había todo un público nocturno asomándose desde el otro lado de la calle. “¿Podemos ayudar en algo?”. No sé si realmente querían ayudar o simplemente era morbo. Muchos son y somos así a veces. Una mezcla extraña. Sabían que todo ya estaba bajo control por la Cruz Roja pero no querían irse. Yo tampoco, la verdad. Quería saber si viviría. Quería saber su nombre completo. Si la podía acompañar. Si podía calmarla y tomarla de la mano un rato más.
“¿Tú la ayudaste?”, me dijo uno de los paramédicos. “Sí, bueno, no mucho, sólo le estuve platicando y les llamé a ustedes”, contesté. No era orgullo lo que sentía, para nada. Era… no sé. Miedo, angustia, incertidumbre por este ser humano que estaba en peligro de muerte. “Pues hiciste bien y mal. Bien por seguirle pedir ayuda y seguirle platicando, pero mal en tocarla y llenarte de su sangre, porque nunca sabes qué enfermedad pueda tener un desconocido. Siempre usamos guantes por eso.” Por primera vez en todo ese episodio, volteé a verme. Efectivamente mis manos estaban cubiertas en sangre. También mi ropa, mis pompas, mi blusa. Todo. Como si yo hubiera ido en el coche con ella. Como si hubiera sido yo quien la limpió con mi cuerpo para tratar de seguir dándole vida. “Tiene razón, pero no lo pensé en el momento. Sólo la quería ayudar. ¿Está muy mal?”, pregunté preocupada. “Sí muy mal. La herida que tiene llega al cráneo. Nos vamos a apurar lo más posible. Lo bueno es que está despierta y consciente”, contestaron dejándome más asustada de lo que estaba.
Vi como poco a poco todo iba terminando. Me aseguré de comentarles que puse todo dentro de su bolsa para que la cuidaran, y que en el piso, abajo del asiento donde ella iba sentada, estaba su celular. Vi como la subieron a la ambulancia, y con mucha prisa, dejando el coche atrás, dejando al público atrás, y a mí, se fueron. El amigo siguiéndolos. Volvió a sonar la sirena, anunciando al mundo entero, en su propio idioma, que pretendían llegar con tiempo a salvarle la vida a esa mujer.
El camino a mi casa fue largo y corto. No podía pensar bien. Estaba ida ahora yo. Ahora que todo había pasado para mí, estaba tratando de recordar cada instante. De revivir la escena en mi mente. ¿Qué pude haber hecho mejor? ¿Dónde me equivoqué? Y un millón de veces, me interrumpían mis propios pensamientos preguntando, casi en voz alta, “¿se salvará?”. Llegué a mi casa así, manchada con su sangre. Mi cuerpo y mi ropa. Hasta mi mente que no podría quitarse ese recuerdo nunca. ¿Cuántas historias he leído y escuchado que terminan con la misma moraleja?, “usar el celular mientras manejas provoca accidentes“. Me sentía culpable al pensar que gracias a ella, finalmente lo había entendido, como si hubiera sido necesario presenciar un desastre para reaccionar. Deseaba que ella, además de aprender la lección, pudiera seguir viviendo.
La noche pasó, interrumpida para mí…, no sé si para ella. Al siguiente día, temprano marqué a la Cruz Roja para pedir informes. No sabía nada más que su nombre sin apellidos, aun así supieron perfectamente de quién hablaba. “Lo siento mucho, no podemos dar informes por teléfono. Si es familiar tendrá que venir y preguntarle a los doctores.” Sé que no soy familiar, pero merecía saber cómo estaba. Traté de explicárselo a la señorita, pero no tuve suerte. Me repitió lo mismo una y otra vez, como si fuera una grabadora. Sin sentir ni la mínima compasión por mis palabras. Al otro día hice la misma llamada, y tuve la misma respuesta. Las políticas de ese lugar me alejaban y no había nada que hacer. Claro que podía irme a parar a la Cruz Roja y exigir informes. Pero una parte mía no quiso. Sí, tenía miedo. Miedo de escuchar que tal vez no lo logró. Que por más que ayudé, no fue suficiente.
Ya pasaron aproximadamente 10 años de aquella noche. Esa noche negra, roja, y horrible. Nunca supe más y nunca sabré. Si murió o no. Si sobrevivió sana, o con alguna discapacidad. Si ese choque afectó para siempre su vida, o si fue el final de su historia. Nunca sabré si tenía hijos o no. Si su familia la apoyó y si siguen juntos. Seguido la recuerdo. Cuando me atrevo a coger el maldito celular durante mis idas en el coche… y ella, desde donde sea que esté, viva o no, me lo arranca de la mano. Por eso, me permito contar este suceso. Regalárselos a todos ustedes. Preguntarles, ¿qué esperan para dejar de manejar chateando? ¿Qué sería suficiente que les sucediera a ustedes o a los que quieren para que reaccionaran? Para que se den cuenta que es sólo cuestión de poner intermitentes, bajar la velocidad, estacionarse, escribir unos cuantos segundos, y poner “enviar”. Sin prisas, sin arriesgarnos ni a nosotros, ni a los demás. Porque hay vidas circulando en todas partes. Unas en otros autos, otras caminando. Y nadie se merece perder la vida o quedar gravemente herido por tu culpa. Ni siquiera tú. ¿Lo entiendes?
Andrea lo aprendió por la mala… ¿y tú, cómo lo quieres aprender?