Sí tengo nombre, pero casi nunca lo usan. Siempre soy “la muchacha”, “la chacha”, “la sirvienta”, “la doméstica”, “la rancha” (que viene de ranchera y chacha), “la gata” y si me va muy bien, “la nana”, el cual ya es muy elegante. Como si diera igual quién soy. Como si no tuviera identidad, personalidad o hasta un físico propio. Hay señores abusivos que me han dicho “princesa”, “nena”, “reina”. Por suerte nunca han abusado de mi, sólo verbalmente. A veces, si por fin deciden decirme por mi nombre, resulta que me lo acaban cambiando, y por pena, no lo corrijo.
Estoy en un trabajo donde, a diferencia de muchos otros, no tengo prestaciones, ni seguro médico. Hablar de liquidación ya es un lujo que sólo algunas llegan a percibir. Para los “patrones” es mucho más fácil acusarnos por alguna tontería para así defenderse y que nosotras perdamos nuestro derecho. Como si lo pidiéramos por abusivas. Como si tuviéramos cuentas de bancos con dinerales ahorrados. Si supieran el tiempo que nos toma ahorrar unos cuantos pesos y lo rápido que desaparecen de nuestras manos por ayudar a la familia. Por años hemos dejado de estar con nuestras familias por estar con las suyas; con ellos, con sus hijos y con sus amigos. A la hora de la despedida, nada de eso importa. Nos volvemos, otra vez, unas extrañas de la calle.
Yo tengo 2 hijos, uno de 9 y otro de 8. Viven de lo que yo les puedo dar, aunque afortunadamente tengo el apoyo de la casa de sus abuelos paternos. Mi ex pareja, padre de mis hijos, nunca ha visto por ellos. Ni un solo centavo. Hoy por hoy, cuento con un sueldo de $7,000 pesos mensuales. Con eso pago escuela, manutención, ropa, medicinas, doctores, gas, luz, regalos, material escolar, uniformes y pasajes, entre otras cosas. Cada 15 días me toca ir a verlos. Hago dos horas de camino, y al llegar, me encuentro con tareas del hogar. Hago el cuarto de los niños, lavo montones de ropa a mano, aprovecho un poco de tiempo con ellos para hacer tareas, y de pronto, ya me toca regresar al trabajo. Me toca volver a despedirme de mis hijos para ir a cuidar niños que no son míos.
De las cosas más horribles que tenemos que pasar siendo “muchachas”, es la cuestión alimenticia en las diferentes casas a las que llegamos. Algunos son religiosos, otros racistas, codos, groseros, o déspotas. Es muy rara la casa a la que puedas llegar, ser recibida amablemente, y te den a entender que esa casa es ahora tu casa. Con los religiosos tenemos que convertirnos en religiosas. Comer igual que ellos. Igual pero no lo mismo. Algunos tienen el congelador dividido porque la pechuga de pollo barata es para nosotras “las sirvientas” y la cara, obviamente para ellos. La verdad eso no me importa mucho. Finalmente esas cosas son tonterías para mi. La comida es comida, sea cara o no. Y cuando uno viene de lugares dónde hay poca comida, pues una pechuga de pollo nos parece una gran opción.
Siempre he sentido muy feo cuando lo primero que me especifican es que nosotras “las chachas” tenemos cubiertos y vajilla diferente. Nuestra boca no puede tocar ningún objeto que vaya a tocar la suya. Aunque la lavemos con cloro y lo desinfectemos. Como si fuéramos animales infecciosos. Como si por tocarlo o beber de ello, los contagiáramos de nuestra pobreza; de nuestros colores, nuestra forma de ser y de donde venimos. Muchos cierran las despensas de comida con llave para que solo agarremos lo que está a la mano. Supongo que creen que todas somos rateras por ser de clase social baja. Sí, efectivamente quisiéramos tener alacenas así de llenas y surtidas en nuestros humildes hogares, pero no por eso vamos a robar. Otros te entregan tu plato a la hora de comer ya servido, y postre… eso no nos toca. En algunas casas hay límite de hora para agarrar comida o usar el microondas. Debemos estar siempre al pendiente de lo que ellos necesitan, sea la hora que sea… pero si nosotros tenemos alguna necesidad, eso no importa. Si tenemos sed o hambre más tarde, nos tenemos que aguantar.
Yo cuido hijos ajenos como si fueran los míos. No creo ser desechable, pero para ellos sí lo soy. Dedico mi tiempo en entretenerlos, lavarlos, vestirlos y hasta educarlos. Los escucho más que su propia madre. Me despierto temprano para tenerlos listos para la escuela mientras sus padres duermen. Los entrego en el camión y regreso a hacer la casa. En las noches, mientras los patrones van a cenar, yo les cuido el sueño y los abrazo en sus pesadillas. He tenido niños que dejan de preguntar por su mamá y se hacen a la idea que la “nueva mamá” soy yo. La señora se hace fantasías de que es una mamá presente por hablar y preguntar por ellos, pero la realidad es que nunca están. Las que siempre estamos, siempre, somos nosotras. Y aun así, nunca somos indispensables.
A los niños los enseñan y les permiten ser groseros. Faltarnos el respeto. Nosotras obviamente tenemos prohibido contestarles. Nos digan o nos hagan lo que sea, no podemos acusarlos. Entre nuestra palabra y la de los niños, siempre gana la de ellos. Aun cuando los papás están presentes, fingen demencia mientras escuchan claramente las groserías. “Eres una tonta y no sabes hacer nada”, “Vete a tu pueblo”, “Esta es mi casa y yo mando”, “Pásame lo que te pedí o te pego”. Están acostumbrados a gritar nuestros nombres o apodos despectivos aunque estén a 5 metros de distancia. “Nanaaaaaaaaaaaaaaaaaa quiero leche”. Ellos nunca se paran para ir a pedirnos las cosas sin gritar. Y lo peor de todo es que los papás hacen exactamente lo mismo. De tal palo, tal astilla. No importa la hora, ni lo que estemos haciendo en ese momento. A veces nos agarran lavando platos o picando cebolla… pero nada de eso importa. Si al instante necesitan algo, hay que aparecerse frente a ellos rápido, limpias y sonrientes.
Hay días que empiezan a las 6 de la mañana y terminan a las 10 de la noche. Realmente agotadores. Son 16 horas continuas de trabajo. De recoger todo lo que ellos tiran si pensar en que yo soy la que se agacha cien veces a levantar todo. Las toallas mojadas y la ropa sucia del piso, los juguetes, los platos sucios por toda la casa, y los 10 cambios de ropa que deja la señora tirados en el clóset. Pero eso sí, si nos tardamos mucho en comer, nos reclaman. Si prendemos la tele para entretenernos, nos reclaman. Si agarramos el celular para tratar de no sentirnos tan lejos de nuestra familia, nos reclaman. Y si nos atrevemos a tomar un pequeño descanso en esas 16 horas, nos pueden hasta correr. Todo el esfuerzo del día, y a veces también de noche, se convierte en nada. Te tachan de “floja y abusiva”.
Claro que hay lavadora y secadora en estas casas. Pero aun así, me siguen pidiendo que lave mucha de la ropa a mano. Me tardo mucho pero a nadie le importa. A veces mis manos, entre el calor de la plancha, la lavada de ropa, el cloro de los platos y el calor del sartén caliente, se enferman. Se envejecen. Duelen. Se vuelven ásperas, duras y con un olor impregnado a químicos. Si nos atrevemos a lavar ropa nuestra en la lavadora, nos va muy mal. Pero aun peor, si mezclamos nuestra ropa con la de los señores, entonces sí, nos mandan de regreso al pueblo. Nuestros trapos sucios se lavan a mano y nunca junto con los de los patrones. Increíble que hasta con la ropa les da miedo que se rocen con nosotros.
He llegado a escuchar “Esta demasiado bueno el postre, guárdalo para otro día. Es una pena que se lo coman las muchachas.” Ese día me dieron ganas de llorar. No por el postre, sino porque yo era tan poca cosa que si yo me lo comía, era igual que tirarlo a la basura. Era un desperdicio. Y aun así, sabiendo eso, escuchando eso, había que seguir con buena cara. “Más vale una sonrisa fingida, que una jeta natural”, ese es mi lema. Incluso cuando escucho que hablan en inglés para que yo no entienda lo que dicen, debo de sonreír y fingir demencia. Porque no se vale ser, no hay esa libertad. Esta en riesgo tu trabajo, tu sueldo, el bienestar de tu familiar, y mucho más. Pero no ser libre casi 25 días al mes, es una tortura.
Mi recámara mide un tercio del cuarto de mis patrones. Dentro de éste se encuentran las literas, el mueble para ropa y el baño. No tiene ventanas. Tratamos, entre mi compañera y yo, de tenerlo lo más limpio posible. Aun así, cuando pasan por ahí mis jefes, veo como dejan de respirar o se tapan la nariz. Supongo que olemos mal. No lo sé. Hay trabajos en los que tenemos que gastar en nuestro propio papel de baño, shampoo, enjuague, jabón, kleenex, etc. A algunas no las dejan bañarse diario porque consumen gas y agua. Otras deben bañarse diario pero a cierta hora del día para usar el mismo gas que el resto de la familia. Si se nos funde un foco, pueden pasar días o semanas en lo que nos lo arreglan. Si tenemos frío en la noche, no hay más colchas para nosotros. Si el colchón es viejo y duele, aunque nos lastime la espalda, eso es lo que nos tocó, y ni modo.
La frase que más me molesta es cuando nos dicen “tu eres como de la familia”. ¿Qué quiere decir eso… ? ¿Soy o no soy? A veces me siento de la familia porque estoy más presente con los niños que nadie. Más que los abuelos, que los tíos, que los primos… inclusive más presente que sus padres. Pero no me dicen “tu eres de la familia”, me dicen “eres COMO de la familia”. Y me queda claro, que el día que decida dejar este trabajo, dejo de ser de la familia. Desaparezco. No hay fotos conmigo. Se borran los recuerdos y de manera instantánea, aparece un remplazo. Y yo me pregunto ¿todos esos años dedicados a esta familia, a esta casa que gracias a mí se ve como un hogar, dónde quedan? ¿todo ese cariño que me tienen los niños, los besos que me da el chiquito, y las risas que compartimos juntos, a dónde quedan?
Hoy tengo la suerte de que me escuches. La posibilidad de pedirte que no cierres los ojos y finjas que nada de esto pasa. Sí pasa. Nos pasa a miles de mujeres todos los días. Y sin afán de darte lástima, espero que mi historia te haga reflexionar y que puedas entenderme. Que valores mi trabajo, Que te acuerdes que tengo un nombre y apellido y que al igual que tu, me gustaría ser feliz, sentirme orgullosa de quien soy, y mas importante aún, que mis hijos se sientan orgullosos de mi. Esto, sin duda, me ayudará enormemente. Pero en el camino, este cambio te hará mejor persona a ti también.
—–
Este artículo lo escribí junto con dos maravillosas mujeres. Dos columnas de mi hogar y grandes amigas. Mis dos “manos derechas” y sin duda, las personas que más me ayudan en mi vida día a día. Les estaré siempre agradecida por el amor que le tienen a mis hijos, por la dedicación que le tienen a mi hogar, y la enorme fidelidad y cariño que me tienen a mi. Gracias Vivi y Deisy. Gracias por regalarme sus historias, sus recuerdos, sus frustraciones y sus sueños.
Colaboradoras en este artículo:
– Viviana Gil Espinoza
– Deisy Vilchis Arteaga